Fuente: José Manuel Nieves, en El Blog
Nadie sabe por qué lo hacen, cuál es el motivo último que las impulsa a dirigirse voluntariamente hacia su propia muerte. En manadas. En parejas. Solas. Las ballenas comparten, también, con el ser humano, su capacidad de decidir dónde y cuándo poner fin a su existencia. Durante este mismo fin de semana, 125 calderones fueron a morir a las playas de Nueva Zelanda. Tras 48 horas de denodados esfuerzos, turistas y vecinos consiguieron devolver al mar a 43 de ellos. El resto murió sin remedio.
Mucho se ha especulado alrededor del suicidio de las ballenas. Quizá la desorientación provocada por los múltiples sonidos humanos que invaden su reino. Quizá, como se ha apuntado en ocasiones, debido a la presión intolerable de sus depredadores naturales. O puede que se trate de fugas alocadas, intentos desesperados de escapar de esas redes nuestras cuyo despliegue ninguna moratoria es capaz de detener.
Como gigantes indefensos, las ballenas se dirigen a las playas, y mueren. Aplastadas por su propio peso, que les impide respirar, hasta la asfixia. Los heróicos esfuerzos que a menudo realizan por salvarlas los habitantes de las localidades vecinas suelen, también, terminar en fracaso. Incluso cuando se consigue arrastrarlas de nuevo al agua. Es, literalmente, como si ya no tuvieran ganas de seguir viviendo.
Sabemos que las ballenas son criaturas magníficamente adaptadas a su medio. Que son capaces de comunicarse a centenares, incluso a miles de kilómetros de distancia. Que cada uno de los largos y profundos sonidos que emiten está cargado de significados que apenas si empezamos a comprender. Sabemos que cuentan con complejas estructuras sociales, que protegen a sus crías y a las de los demás miembros del grupo.
Sabemos que son capaces de viajar miles de kilómetros, de seguir misteriosas rutas submarinas con increíble precisión. Sabemos, también, que muchas de nuestras actividades las hieren, a veces de muerte. El tráfico marítimo, las plataformas petrolíferas, los sónares civiles y militares...
Sabemos mucho sobre cómo viven, sobre sus costumbres y su inteligencia. Por eso nos da tánta rabia no saber por qué, de pronto, deciden morir. En manadas. En parejas. Solas...artículo original
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