Hacia el año 100 a. C. llegaba al trono de Ponto, un reino situado en la costa turca del Mar Negro, el rey Mitrídates VI. Se dice que para ello intrigó contra su padre, asesinó a su hermano y a su madre. Con semejante bagaje no es de extrañar que Mitrídates estuviera convencido de que tarde o temprano alguien no dudaría en matarle.
Sospechaba que le envenenarían, por lo que hizo que sus médicos le administrasen dosis pequeñísimas de todos los brebajes mortales conocidos en su época. El trabajo de los médicos fue tan bueno que Mitrídates llegó a ser inmune a venenos que habrían liquidado a un caballo.
Esta inmunidad puede ser debida a la acción del hígado. Al someterlo reiteradamente a pequeñas dosis de veneno, el hígado aprende a defender el organismo del ataque de esas sustancias tóxicas filtrando la sangre sin dañar sus propias células. A este proceso se le llama mitridatización, en honor a este rey.
Por otra parte, Mitrídates tenía razón en temer que lo envenenaran. El envenenamiento ha sido una de las formas más comunes de asesinato. En la Francia del siglo XVII el jefe de policía de Luis XIV descubrió que los nobles la época utilizaban los servicios de brujos y curanderos no sólo para proveerse de filtros de amor, sino también para adquirir venenos. El tribunal especial creado para investigar el caso extendió 319 órdenes de arresto, realizó 865 interrogatorios y condenó a muerte a 36 personas. Todos los acusados, salvo una que fue quemada, fueron decapitados.
¿Y qué ocurrió con nuestro rey Mitrídates? Vivió temiendo que sus súbditos lo envenenaran y, según cuenta Dion Casio en su Historia romana, como era imposible matarlo de esta manera fue apuñalado por un soldado. Una forma más común aunque menos elegante de morir asesinado.