Fuente: lacienciadetuvida
«El universo ha resultado ser perverso. No nos va a dar respuestas sencillas». De manera tan irónica como categórica se expresaba hace unos años el astrofísico John Huchra, del Harvard-Smithsonian Center for Astrophysics. El universo ha demostrado tener una casi infinita capacidad para asombrar a los astrónomos. A medida que nuevos y más grandes telescopios se ponen en funcionamiento, mayor es el número de incógnitas que aparecen.
Nuestra percepción del universo ha cambiado radicalmente en los últimos 50 años. Hemos descubierto que todo surgió de una gran explosión, que el universo tiene forma de esponja, con grandes acumulaciones de galaxias y grandes vacíos. Un universo donde existen galaxias en las que cabrían, holgadamente, cien vías lácteas, donde colosales dinamos cósmicas generan tanta energía como un billón de soles. Un universo del que, en definitiva, sabemos muy poco: desconocemos hasta de qué está hecho el 90% de la materia que lo compone.
Los nuevos aparatos, como el recientemente inaugurado Gran Telescopio de Canarias o el futuro James Webb Space Telescope, se van a enfrentar a grandes enigmas. No son nuevos, son los mismos que hace 80 años, y su solución a veces puede parecer estar a la vuelta de la esquina. Pero es entonces cuando nuevas observaciones nos muestran objetos que no deberían estar ahí, que lo que imaginamos no era lo que realmente es. Eso ha pasado ―y sigue pasando― con uno de los lugares más enigmáticos del universo: el centro de nuestra galaxia, la Vía Láctea. En los años 50, los libros de texto de astronomía decían «que el núcleo de la galaxia era un lugar relativamente tranquilo donde las estrellas pasaban la jubilación mientras esperaban una muerte lenta ―comenta el astrónomo de la universidad de Arizona George Rieke―. Hoy sabemos que eso no es cierto en absoluto».
El asunto venía de lejos. En 1932 un joven investigador de los Laboratorios Bell, Karl Jansky, escribió a su padre: «Últimamente he estado recibiendo una descarga atmosférica muy débil y uniforme. Lo curioso es que siempre viene en la misma dirección… Parece interesante, ¿verdad?». El descubrimiento de Jansky no era interesante, sino revolucionario: había encontrado que el centro galáctico emitía ondas de radio. Los astrónomos no lo tomaron muy en serio pues según sus cálculos esas emisiones debía ser muy débiles. Por suerte había un radioaficionado que le traía sin cuidado lo que opinaran los astrónomos. Grote Reber quedó fascinado por esa «descarga atmosférica» y en 1937 decidió construir un plato de acero de casi un metro de diámetro en el jardín trasero de su casa en Wheaton, Illinois. Durante años ése fue el único radiotelescopio del mundo y con él Reber trazó el primer mapa en ondas de radio del cielo. Como sucediera con Jansky, ningún astrónomo hizo le caso. Únicamente un holandés, Jan Oort, durante la ocupación alemana, fue capaz de intuir que algo podría habérseles pasado por alto. Y ese algo era el hidrógeno, que emitía en la línea de 21 cm, a 1,42 MHz.
La radioastronomía nos ha mostrado un universo totalmente nuevo, repleto de misterios, y nos ha traído al salón de casa los grandes monstruos del universo. Uno de ellos es la galaxia más grande del universo. Hasta 1990 el récord Guiness cósmico lo detentaba NGC 262, una galaxia situada en el límite entre las constelaciones de Piscis y Andrómeda. Si nuestra Vía Láctea tiene la futesa 100.000 años-luz de tamaño, el de NGC 262 es 1,3 millones de años-luz. Pero ese año un grupo de astrónomos del National RadioAstronomy Observatory (NRAO), entre los que se contaba el aragonés Juan María Usón, descubrió en el centro del cúmulo de galaxias Abell 2029 un verdadero gigante: una galaxia elíptica ―con forma de huevo― rodeada por una vasta pero débil envoltura de estrellas. ¿Su tamaño? Todavía no se han podido determinar sus límites, pero hasta el momento sus dimensiones son para echarse a temblar: ¡8 millones de años-luz! Para hacernos una idea. Si un rayo de luz hubiera salido de uno de sus extremos cuando los chimpancés se separaron de nuestra línea evolutiva ―o nosotros de la suya― hace 7 millones de años, todavía no ha alcanzado el otro extremo conocido.