Madrid presencia boquiabierta un golpe de estado: el serbio Novak Djokovic cabalga a lomos de su revés para ganar 7-5 y 6-4 la final del torneo a Rafael Nadal, el número uno. Se juega en tierra, en España y frente a un público enfervorecido de banderas, aplausos, silbidos y gritos con los que sostener a su ídolo. Da igual. El número dos, que ha vencido tres veces al suizo Roger Federer y otras tantas a Nadal en lo que va de curso, aprieta una a una las tuercas del partido igual que el mejor mecánico. No es una cosa cualquiera. Djokovic, que nunca había derrotado al español sobre arcilla (0-9), ve extendida su racha de partidos invicto a 34. Nadal ve detenida la suya de victorias consecutivas sobre tierra en 37. Hay ya cita para las próximas batallas: el torneo de Roma está en marcha y Roland Garros, la corona que los dos ambicionan, se insinúa en el horizonte.
Cada punto ganado por Nadal requirió de una obra de arte. No hubo tiros sencillos, huecos abiertos ni alfombras rojas. Abundaron las cerraduras milimétricas, las puertas cerradas y el alambre de espino. Djokovic estuvo inconmensurable. Plantado sobre la línea de fondo, colocó el 88% de sus pelotas más allá de la línea de saque. Para el encuentro eso supuso lo mismo que el envío de la caballería en los campos de batalla. Nadal se vio obligado a retroceder, igual que los soldados de a pie dan un paso atrás cuando ven la fiera ola que acude de frente. El español jugó dos metros por detrás de la línea de fondo. Incapacitado para dominar la mayoría de los intercambios, lo fio todo a su increíble capacidad competitiva, al corazón y el deseo. Suyos fueron algunos puntos memorables, como el que construyó el relato del break que consiguió nada más arrancar la segunda manga, una pasante de espaldas a la red y golpeando con la raqueta entre las piernas. El resto fue cosa de Djokovic. Suyos los precisos reveses. Suyos los contrapiés. Suyos esos peloteos gloriosos que le coronaron al esprint y al maratón, jugando a tiros y a ritmo, genial fuera cual fuera la propuesta de su oponente.
En el argumentario del número dos hubo de todo. Fuerza para una salida fulgurante que le colocó 4-0 en 21 minutos furiosos, humeante la raqueta, bloqueada cualquier pasión en su rostro mientras sumaba 11 de los once puntos disputados desde el 1-0 30-30, justo después de levantar un 15-40 en el parcial inaugural. Cabeza para sobrevivir a un público encendido, pleno de aplausos, gritos y silbidos, muchas veces a contracorriente de lo que dictan las buenas costumbres del tenis. Corazón para detener las acometidas del número uno que remontó esas dos roturas iniciales para empatar 5-5 ese parcial inaugural. Y capacidad estratégica para sumar a su brillantísimo tenis el aprovechamiento de las circunstancias de juego. Maximizando la altura, el servicio y los golpes del serbio corrieron igual que el fuego sobre el trigo seco.
Hubo algo, sin embargo, que nada tuvo que ver con la arcilla, los 655 metros de la capital o la estrategia de Nadal. Djokovic domó la pelota siempre en su trayectoria ascendente. En el tenis eso es como ponerse delante de un tren y confiar en que frene. Un riesgo solo al alcance de los iluminados. No hubo, sin embargo, expreso capaz de contradecir sus deseos. Nadal tiraba pelotas raudas como el AVE. Djokovic las envolvía en el apeadero de su raqueta, desde donde salían disparadas dos veces más fuertes, dos veces más potentes, incontrolables, maravillosas e impredecibles siempre.
Además de los grandes méritos del rival, el partido de Nadal tuvo algunas cosas inquietantes. Hubo demasiados peloteos largos que acabaron con un error suyo. Hubo demasiados sufrimientos con su saque, un punto bajo de velocidad toda la semana. Y hubo un planteamiento de encuentro aparentemente construido desde las fortalezas del rival antes que desde las propias: Nadal no intentó someter a Djokovic al centrifugado de cambios de dirección y ritmo con el que tortura al resto de rivales. Puso la diana en su magnífico revés con tal de escaparse al castigo de su impresionante derecha. Visto que la receta no funcionaba, intentó cosas nuevas: lanzar bolas altísimas y sin fuerza contra el revés del serbio; tirar plano y cruzado contra su derecha; sufrir, morder, apretar hasta decir basta. Sobre la pista puso todas las armas que han hecho de él un campeón admirable y único. No fue un Nadal menor. Fue un Nadal mayúsculo. Ni así pudo. Djokovic, dice el ránking, es el número dos del mundo. El juego, los títulos y los enfrentamientos particulares con los otros mejores del mundo, sin embargo, dicen otra cosa: hoy el número uno es de Serbia y responde cuando le dicen Nole.