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Las familias de esos niños habían sido convencidas para entregar a sus hijos a militantes del islamismo en su versión violenta, la jihad, para que acaben convirtiéndose en mártires de la revolución islamista, o, dicho con otras palabras, se pongan un día un chaleco cargado de explosivos y vayan a hacerlos explosionar en un mercado, una discoteca, una estación de autobuses, en el sitio donde puedan causar más muertes.
Ignoro si a esos padres y esas madres les pagaron compensaciones materiales o si todo acabó en la promesa fácil de una entrada inmediata en el paraíso de Alá. No lo sé. No sé si aquellos niños de túnica negra todavía estarán a la espera de que les llegue su hora o si ya no pertenecen a este mundo. No sé nada. Y me voy a quedar por aquí. No es que me falten las palabras, es que me repugnan.
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