Así como el señor Jourdain de Molière hacía prosa sin saberlo, hubo un momento en mi vida en que, sin darme cuenta del fenómeno, me encontré metido en algo tan misterioso como la geometría fractal, de la que, escusado será decirlo, ignoraba todo.
Eso ocurrió allá por el año 99, cuando un geómetra español, Juan Manuel García-Ruiz, me escribió pidiendo mi atención para un ejemplo de geometría fractal presente en mi libro Todos los nombres. Me indicaba el párrafo en cuestión, el cual reza así: “Observado desde el aire… parece un árbol tumbado, con un tronco corto y grueso, constituido por el núcleo central de sepulturas, de donde arrancan cuatro poderosas ramas, contiguas en su nacimiento, aunque después, en bifurcaciones sucesivas, se extienden hasta perderse de vista, formando… una frondosa copa en que la vida y la muerte se confunden”. No pensé en mudar de oficio, pero todos mis amigos notaron que había una convicción nueva en mi espíritu, una especie de encuentro en el camino de Damasco.
Durante aquellos días me codeé con los mejores geómetras del mundo, nada más, nada menos. A lo que ellos llegaron a costa de mucho estudio, lo alcancé yo gracias a un golpe de intuición científica, del que, hablando francamente, a pesar del tiempo pasado, todavía no me he recompuesto. Diez años después, acabo de sentir la misma emoción ante un libro titulado Armonía Fractal – De Doñana a las marismas del que Juan Manuel es autor, junto a su colega Héctor Garrido. Las ilustraciones son, en muchos casos extraordinarias, los textos de una precisión científica nada incompatibles con la belleza de las formas y de los conceptos. Cómprenlo y regálense. Es una autoridad quien lo recomienda…
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