Meter una langosta viva en agua hirviendo y cocerla es una vieja práctica culinaria en el mundo occidental. Parece que si la langosta fuera muerta al baño, el sabor final sería diferente, para peor. Hay también quien diga que el rubicundo color rojizo con el que el crustáceo sale de la cazuela se debe justamente a la altísima temperatura del agua. No lo sé, hablo de oídas, soy incapaz de freír convenientemente un huevo.
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Ahora, una corta noticia aparecida en los periódicos me informa de que, en China, las plumas de aves destinadas al relleno de las almohadas se arrancan así mismo, al vivo, después de limpias, desinfectadas y exportadas para delicia de las sociedades civilizadas que saben lo que es bueno y está de moda. No lo comento, no merece la pena, estas plumas bastan.
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