He de reconocer que cada año me interesan menos los premios Nobel de Física. Me estaré haciendo mayor, porque en mis tiempos de universidad me lanzaba como un poseso en busca de toda la información disponible en cuanto eran concedidos. Hoy únicamente me asomo para ver a qué físico teórico se lo han concedido. Es normal mi comportamiento de antaño, teniendo en cuenta que hice el doctorado en ese campo…
Mirando los más de 100 años de vida del premio se descubre que los sucesivos miembros del comité Nobel, procedentes de la Academia de Ciencias sueca, tienen predilección por ciertos temas… y por “olvidarse” de premiar a quien también se lo merece, como ha sucedido en el último. En física teórica hay un mecanismo para entender las simetrías subyacentes de la naturaleza que recibe el nombre de mecanismo CKM en honor a sus autores: Cabbibo, Kobayashi (un nombre harto conocido entre los fans de Star Trek) y Maskawa. El primero, italiano, es considerado el verdadero padre de la criatura y por ese motivo ha sido desterrado del premio. De este modo los suecos mantienen su honorable tradición de dejar fuera a los progenitores de las ideas merecedoras del Nobel. El británico Fred Hoyle seguro que sonríe en su tumba. Padre, ideólogo y el que hizo casi todos los cálculos pertinentes para describir la nucleosíntesis estelar (el verdadero origen de los elementos químicos), el premio se lo dieron a quien menos trabajo hizo, Fowler.
Los premios Nobel de los últimos 20 años han sido concedidos, casi exclusivamente, a investigaciones relacionadas con la física atómica y nuclear y la de partículas (tanto experimentales como teóricas). Incluso los dados a temas de astrofísica son engañosos, pues tratan de procesos nucleares. La biofísica, la geofísica, la acústica y tantas otras ramas de la física han estado y estarán desterradas de la gloria del Nobel por siempre jamás.
El caso más sangrante de este ostracismo ideológico lo encontramos en el campo de la geofísica. En 1967 Dan McKenzie y R. L. Parker publicaban en la prestigiosa Nature un artículo clásico. En un valeroso esfuerzo de síntesis mostraron que los accidentes geofísicos se podían explicar gracias a la existencia de unas placas rígidas y sísmicamente tranquilas que interactúan entre ellas sólo en sus bordes. Entre 1967 y 1969 los geofísicos norteamericanos Jason Morgan, Dan P. McKenzie y el francés Xavier Le Pichon, formularon la que pronto sería conocida como la Teoría de la Tectónica de Placas: había nacido la geología moderna. En esencia, dice que la corteza de la Tierra es como un balón de fútbol. No es una única superficie sino que se encuentra dividida en placas. Pero a diferencia de lo que sucede en la pelota, estas placas son de diferentes dimensiones y se encuentran flotando en un mar de magma líquido, el manto, sobre el que se desplazan. De igual forma que sucede con los barcos, las placas están más o menos hundidas en función de su peso.
La importancia de la tectónica de placas es total: es la teoría central de la geología moderna. En 2002 se concedió el premio Crafoord –creado por el industrial Holger Crafoord–, que también se entrega en la Academia de Ciencias sueca, a Makenzie. Por contraste, el Nobel de Física de ese año fue a parar al campo de la astrofísica de partículas y de altas energías: la detección de neutrinos y fuentes de rayos X cósmicas. La diferencia entre ambas contribuciones es abismal. Pero al Comité Nobel solo le importan las diminutas particulitas que corretean por el universo y aceleradores como el del CERN.
No sé si hablar de estrechez de miras, pero sí diré que esta devoción por la física teórica y de partículas roza la obsesión. Ya no es que se premie a quien resuelve un misterio, es que se premia incluso a quienes indican un camino por dónde pueden ir las cosas, como ha ocurrido este año. Entiéndaseme. No quiero decir que no sea un trabajo merecedor de todos los elogios y parabienes. Lo que ejemplifico con el caso antes citado es que hay trabajos en otras ramas más importantes y decisivos. Así que lo diré alto y claro: ¡basta ya de teóricos!
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