Desde su nacimiento en el interior de una nube de gas y polvo interestelar, la vida de una estrella es una lucha continua contra su propia gravedad. Gracias a la energía liberada por el horno nuclear central la estrella impide su colapso. Sólo cuando agota todo su combustible interior la gravedad vuelve a actuar. El colapso gravitatorio es inevitable, nada puede detenerlo. ¿O sí?
La mecánica cuántica es una de las teorías más bellas y completas que el hombre ha creado. Describe con precisión el comportamiento de los átomos y el de las partículas subatómicas: electrones, protones, neutrones… Esta teoría predice que a densidades tremendamente elevadas -del orden de varios billones de gramos por centímetro cúbico- la materia se vuelve degenerada. Esto no quiere decir que los átomos se vuelvan inmorales, sino algo mucho más prosaico: se encuentran apretados al máximo unos contra otros, de modo que no hay forma de encoger más la estrella si no es rompiendo los átomos en trocitos. Es esta presión de degeneración la que acaba por contrarrestar a la gravedad. El problema es que no detiene siempre el colapso. Que esto ocurra depende dramáticamente de la masa de la estrella.
En 1931, el físico hindú Subrahmanyan Chandrasekhar publicaba en The Astrophysical Journal que toda estrella con una masa inferior a una vez y media la masa del Sol debía acabar sus días como una enana blanca, una estrella con la masa del Sol y compuesta exclusivamente de helio que se ha contraído hasta alcanzar el tamaño de un planeta como la Tierra. La materia se encuentra tan comprimida que una sola cucharadita de enana blanca pesa más de una tonelada. Chandrasekhar demostró en su artículo, ya clásico, que su peso lo soporta la presión de degeneración de los núcleos de helio que la componen. Pero si la masa de la estrella es superior a 1,5 veces la masa solar entonces la gravedad vence, los núcleos de helio se destrozan y continúa el colapso.
¿Qué ocurre entonces? Fue Robert Oppenheimer, el padre de la bomba atómica, el que se preocupó de estudiarlo. En colaboración con George Volkoff demostró a principios de 1939 que de los núcleos de helio rotos se forma una sopa extremadamente densa de neutrones. Oppenheimer y Volkoff encontraron que toda estrella que termina sus días con una masa situada entre el límite de Chandrasekhar y unas tres veces y media la masa del Sol acabará por convertirse en una estrella de neutrones. Estos cadáveres estelares son del tamaño de una ciudad media y sus densidades son inimaginables, del orden de mil billones de veces la del agua. En este caso es la presión de degeneración de los neutrones la que detiene a la gravedad.
La siguiente pregunta es evidente. ¿Y si la estrella es de seis masas solares? Este caso también fue estudiado poco después por Oppenheimer y otro colaborador suyo, Hartland Snyder. Publicado en septiembre de 1939 en la revista Physical Review, escribieron: “Agotadas todas las fuentes de energía termonuclear, una estrella suficientemente pesada se colapsará. A menos que [...] se reduzca su masa a un valor cercano al de la solar esta contracción proseguirá indefinidamente”.
Con un núcleo constituido fundamentalmente por hierro, se produce el desplome gravitatorio. En cuestión de segundos, toda la estrella implosiona produciéndose la deflagración más impresionante que puede observarse en una estrella: se ha producido una supernova. Si la estrella no ha destrozado su núcleo en la tremenda explosión, puede quedar cualquiera de los objetos antes mencionados: una enana blanca o una estrella de neutrones. Si la masa final es mayor que el límite de Oppenheimer-Volkoff (3,5 masas solares) lo que nos queda es un agujero negro.
Los artículos de Oppenheimer fueron olvidados hasta la década de los sesenta. Cuando en 1967 Jocelyn Bell descubrió la primer estrella de neutrones se volvió a poner de moda el trabajo de Oppenheimer. La astronomía había evolucionado lo suficiente como para observar el cielo no sólo en el visible, sino también en la banda de radio, en el infrarrojo y en los rayos X. Los años siguientes nos abrieron los ojos a un universo completamente diferente al que hasta entonces habíamos conocido. El cosmos dejó de ser un lugar silencioso y apacible: se descubrieron galaxias en explosión, intensas fuentes de energía, el residuo de lo que parecía ser la tremenda explosión que dio origen al universo y unos objetos situados a distancias increíbles y que podrían ser imágenes de galaxias formándose cuando el universo era joven, los cuásares.
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