Es, posiblemente, el faraón más importante de la historia egipcia; tanto por los hitos de su longevo reinado como por su espectacular legado constructivo. Ocupó el trono durante 66 años jalonados por notables avances administrativos y culturales, así como por victoriosas campañas bélicas que todavía se toman como ejemplo.
Una calurosa tarde de comienzos del siglo pasado, el eminente anatomista y arqueólogo australiano Grafton Elliot Smith y su equipo de ayudantes despegaban la última banda que cubría la recién descubierta momia de Ramsés II. Después de treinta y dos siglos, el cuerpo de quien había sido el Dios Viviente de Egipto mostraba sus desnudeces al mundo. Los circunstantes, plenamente conscientes del momento que estaban viviendo, observaban con una mezcla de admiración y respeto aquellos restos consumidos pero todavía bien reconocibles y –lo que era mejor– susceptibles de ser analizados. En ese momento, ante los ojos de los científicos, el brazo derecho de la momia hizo un brusco movimiento de llamada y el emocionado silencio se deshizo en un estallido de exclamaciones de horror y de carreras. Los tendones, libres por fin después de permanecer tres milenios forzados por las vendas, se habían contraído mecánicamente y el inesperado movimiento provocó entre el corro de científicos el mismo reflejo de pavor que hubiera provocado en unos colegiales.
El último gesto del faraón había sido consecuente con su historia: también los gestos que hizo en vida hicieron temblar a los hombres. Cuando Grafton Smith y su equipo digirieron el susto y prosiguieron el trabajo, se encontraron ante el cadáver de un hombre dotado de un físico extraordinario para su tiempo. La encorvada momia medía más de 1,70 m, lo que hacía pensar que en vida debió de tener una estatura en torno a 1,90 m, absolutamente inusual en su época. Considerando que había sobrepasado los 90 años cuando murió, es indudable que en su juventud, revestido de su atavío de gala y tocado con la corona doble, su presencia debió de ser imponente. De modo que no sólo fue un gran faraón, sino también un faraón muy grande. Y por si fuera poco, los cabellos que aún quedan pegados a su cráneo demuestran que era pelirrojo. El concienzudo trabajo de los embalsamadores reales nos ha permitido conocer muchos otros detalles físicos de su persona. Tomando sus cuidadosas observaciones del natural –o sea, de la momia misma–, el gran egiptólogo francés Maspero describió a Ramsés de esta manera: “...la cabeza es alargada y pequeña en relación al cuerpo. La parte alta del cráneo está completamente calva. La frente es baja y estrecha, con un prominente arco superciliar. Las cejas, muy pobladas y canosas; los ojos, pequeños y juntos; los pómulos, muy pronunciados. La nariz es larga, fina y ganchuda como la de los Borbones; las orejas están muy separadas del cráneo y lucen perforaciones para llevar pendientes. La mandíbula es fuerte y recia; la boca, pequeña pero de labios gruesos”.
Así era físicamente el hombre que dirigió durante 67 años los destinos de Egipto. Habida cuenta de que la esperanza de vida en aquella época no rebasaba los 23, esto significa que Ramsés reinó sobre tres generaciones sucesivas de súbditos, y que al final de su faraonato quedarían muy pocos que recordasen el día de su coronación. Por otro lado, semejante longevidad debía de tener un significado especial. Nadie vivía tanto sin un apoyo especial por parte de las divinidades. Tal vez aquel faraón no llegase a morir nunca. Tal vez era inmortal. Tal vez era un dios.
Coherente con esa idea, al final de su reinado Ramsés II se hizo proclamar Dios Viviente en el templo de Abu-Simbel, una de sus construcciones más extraordinarias. Una de las muchas, porque considerando su vigor constructivo, las colosales riquezas que invirtió y el tiempo que permaneció en el poder, apenas hay un espacio arqueológico egipcio donde falte su nombre, a menudo inscrito entre alabanzas tan hiperbólicas que bordean lo ridículo.
De su carácter sólo pueden hacerse conjeturas... continuar leyendo artículo en 'muy interesante'
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