Es el líquido más universal y también el más raro. Recubre más de dos tercios del planeta, pero sólo una mínima parte es potable. A veces cae benéfica del cielo y otras veces destruye. Lo cuenta Philip Ball en su Biografía del agua.
La sequía de este invierno último me hace acordarme de la añoranza permanente del agua que yo advertía en mis mayores cuando era pequeño. Quien abre un grifo y tiene siempre a su disposición un chorro de agua limpia y saludable piensa en ella tan poco como en el aire que le llena regularmente los pulmones, como en el corazón que lleva latiéndole fielmente desde que estaba en el vientre de su madre. Pero esta disponibilidad ilimitada y prácticamente gratuita del agua es un privilegio muy reciente, y también muy restringido, porque una parte inmensa de la humanidad no tiene acceso a él, y porque puede no durarnos siempre, igual que lo venimos disfrutando desde hace poco más de una generación.
El agua es lo más universal, y también lo más raro. Más de las dos terceras partes del planeta están cubiertas de agua, pero de esa cantidad sólo una centésima parte del uno por ciento puede ser bebida. Y sin embargo, cada persona en Los Ángeles consume una media de cuatrocientos litros de agua potable al día, y el ochenta por ciento de la que se gasta en Europa es despilfarrada o se pierde en conducciones defectuosas. Lo cuenta Philip Ball en un libro extraordinario que se ha traducido hace poco al español, H2O, una biografía del agua . Si la literatura sirve para revelarnos lo que hay de excepcional y misterioso en lo más cotidiano, pocos ejercicios de literatura más estimulantes han caído en mis manos en los últimos tiempos. Por culpa de Philip Ball, el vaso de agua que lleno distraídamente en el grifo antes de sentarme a escribir se ha convertido en un objeto más rico de significados que el Santo Grial de las leyendas artúricas: tal vez esa agua estaba en el Nilo hace cinco mil años, tal vez fue bebida por uno de los primeros simios que caminaron erguidos, tal vez estuvo congelada en un cometa en la periferia del Sistema Solar, tal vez ha sido una parte mínima del océano Pacífico, o de los bancos de niebla que pintaba Turner en el estuario del Támesis. Si en vez de beberla la pongo a calentar se transformará en vapor y se perderá en la atmósfera. Si la guardo en el congelador se convertirá rápidamente en un objeto tan duro como una piedra, pero se expandirá en vez de contraerse, y se volverá menos densa al hacerse sólida, a diferencia de cualquier otro líquido, razón por la cual los icebergs flotan en el mar y los cubitos en el corto vaso de whisky que algunas noches me sirvo al terminar de escribir.
Lo que Philip Ball ha escrito es el poema épico y la enciclopedia del agua, embarcándonos en un viaje que nos lleva de ese vaso que bebemos sin reparar en él a los primeros segundos del Big Bang, desde las leyendas primitivas sobre el origen del mundo y el Diluvio Universal hasta las exploraciones más recientes de las lunas de Júpiter, desde el agua ligeramente salada del interior de nuestras células a la circulación de las poderosas corrientes marinas que abarcan el planeta entero. Al final del viaje, como tantas veces en la vida y en la literatura, uno cierra el libro y regresa al principio: a la maravilla de un sorbo de agua fresca, al agua que recibe en sus manos ahuecadas y se lleva a la cara poco después del despertar, igual que cuando se mojaba sus manos de niño con el chorro de agua de una alberca.
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